Caminar en el abism


Si uno piensa en películas bélicas, ¿cuál diría que es el elemento sobre el que han girado más argumentos? Posiblemente fuera el puente. Esta construcción de ingeniería es absolutamente estratégica para la comunicación en cualquier territorio, mucho más que una señal por satélite. Los ejércitos en guerra se han disputado puentes, los han destruido y los han protegido con el fin de asegurarse la victoria o como ofensiva para desarmar al
enemigo. El puente de Mostar en Bosnia Herzegovina, el puente (sobre el río Kwai de Kanchanaburi en Tailandia, el puente normando Pegaso en Francia o el puente de Arnhem en los Países Bajos forman ya parte de la Historia por las batallas que protagonizaron. Desde tiempos de los antiguos romanos, los puentes se usan para vertebrar los pueblos, el comercio y el transporte de los recursos más básicos. Estambul no existiría tal y como la conocemos sin el Puente del Bósforo que comunica Europa con Asia en tan sólo 1560 metros. Sin ese puente colgante, y todos los de ese estrecho, uno está condenado a rodear el Mar Negro para llegar al otro lado, cruzando Bulgaria, Rumanía, Ucrania, Rusia, Georgia y casi toda Turquía.

De igual forma, nuestro cerebro contiene millones de neuronas que establecen puentes de comunicación entre ellas mediante neurotransmisores, es decir, biomoléculas que transportan información de una célula nerviosa a otra. Por una causa aún desconocida, los enfermos de párkinson padecen una muerte progresiva de las neuronas dopaminérgicas, las que fabrican uno de los neurotransmisores más importantes del organismo: la dopamina.
Sin esas neuronas, no hay suficiente dopamina. Sin dopamina, no hay suficientes puentes. Y sin puentes, hay información importante para las funciones de nuestro cuerpo que se queda suspendida.

El neurocientífico Arvid Carlsson ganó el Nobel de Medicina y Fisiología en el año 2000 por sus investigaciones sobre la dopamina. En 1957 demostró que la Enfermedad de Parkinson se debe a una reducción anómala de los niveles de dopamina. También determinó muchas de las funciones que dependen de este neurotransmisor, como la capacidad de controlar los movimientos, y su implicación por exceso en otra enfermedad neurológica como es la esquizofrenia. Descubrió que el fármaco reserpina administrado a los esquizofrénicos provocaba temblores y otros síntomas muy similares a los del párkinson. Y también que esos efectos podían ser revertidos con inyecciones de una molécula similar llamada levodopa. Así fue cómo este médico sueco fue capaz de demostrar que la reserpina provocaba párkinson debido a que reducía los niveles de dopamina del cerebro y que la levodopa, una vez dentro del organismo, se transforma en dopamina y restaura los niveles de este neurotransmisor, reconstruyendo puentes que habían caído.

Autora: Teresa Borque  

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