La hormona de la felicidad. Anna Gómez Grau
En el año 2013 me diagnosticaron parkinson. Tenía cuarenta y un años y un hijo de tres. No faltaron las lágrimas, pero en el fondo respiré aliviada. Después de un periplo de más de dos años de visitas médicas, de prueba y ensayo en prácticamente todas las disciplinas (incluso recurrí a la acupuntura y la osteopatía) ya tenía una respuesta y, por lo tanto, un tratamiento al que aferrarme para salir del infierno.
Recuerdo perfectamente cuando aparecieron los primeros síntomas. Fue poco después del parto de mi hijo, en 2009. Empecé arrastrando la pierna derecha. Poco a poco las molestias se hicieron extensivas al brazo y la mano, también del lado derecho. Ironías de la vida, a medida que observaba los progresos de mi hijo en su motricidad fina, la mía empeoraba. Me costaba batir un huevo. Aprendí a utilizar el ratón del ordenador con la mano izquierda. Cada vez caminaba peor. Era muy visible y me sentía muy angustiada por lo que pasaba y también por lo que me decía la gente. Un infierno. Viví un infierno. Una vez se confirmó que tenía la enfermedad, empecé un tratamiento con fármacos y recuperé la ilusión de vivir. Ya sé que me repito. Es importante repetir lo que es importante.
Durante todos estos años he aprendido a convivir con una enfermedad crónica, degenerativa y asociada a la tercera edad (cuando no llegas ni a los cincuenta). Lo primero que hago al levantarme es tomarme cinco pastillas. Y a lo largo del día me sigo tomando dosis de dopamina. Sí, una de las características de las personas que tenemos parkinson es nuestra baja producción de dopamina. Y otras sustancias. Pero lo de la falta de dopamina (la hormona de la felicidad) es lo que es. Es una lucha constante contra la infelicidad. Una lucha constante para no perder el equilibrio. Literalmente. El equilibrio propio de tu cuerpo erguido, el equilibrio entre tu cuerpo y tu mente, el equilibrio emocional, el equilibrio entre las sustancias químicas que figuran en tu receta sanitaria, el equilibrio profesional, sexual, social y, por último, y no por eso menos frustrante, el equilibrio intestinal.
Por mi manera de ser, lo que más me ha costado aceptar a lo largo de estos años ha sido la visibilidad de los síntomas, que acostumbran a manifestarse ante situaciones desestabilizantes o cuando hay un desajuste entre la medicación y tus necesidades. Esta no es una enfermedad silenciosa. El parkinson te desnuda ante el mundo y te muestra vulnerable. Como consecuencia del desconocimiento de la enfermedad y también del desconcierto ajeno por no encajar en el perfil de paciente aquejado de parkinson, puede surgir el estigma y éste a su vez puede tomar dos direcciones: la lástima y la crueldad. Ambas suponen un obstáculo más a tu lucha diaria contra la rigidez, la tristeza, la lentitud y el victimismo.
Mi neurólogo me animó desde el principio a tener una actitud positiva. Me ha funcionado. Es la mejor estrategia para llevar una vida normal. Tengo una ventaja. El ejemplo de mi abuela, que convivió con esta enfermedad hasta los noventa y ocho años, y el de mi padre, que, con casi ochenta, todavía es autosuficiente y está muy activo. Y que nunca se ha quejado de su suerte.
El 2020, año que ya se acaba, afortunadamente, ha sido el más duro de todos. He olvidado temporalmente ese importante consejo y he caído en el pesimismo, la tristeza y la apatía.
Hoy estoy emocionada. Me acabo de enterar de la existencia de Pepita. Yo soy una Pepita. Sin duda, conocer y tener la oportunidad de participar en la labor que desde esta asociación se lleva a cabo para luchar contra nuestros miedos es lo mejor que me ha pasado este 2020. ¡Que viva la Pepita!
Anna Gómez Grau elefantalasala.com
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